La señora
Su cadencia al caminar revelaba -por la posición trasera que sobresalía y se notaba al mirarla de costado- que el orgullo como un triángulo invertido le surgía de algún tesoro que escondía entre las piernas.
La elegante mujer estaba enamorada del enano -sabio pero odioso, despatarrado y de traje gris- que la visitaba cada tanto en su casa ubicada en las afueras del pueblo.
El enano solía llegar con un ramo de flores, tocaba timbre y se quedaba esperando con las rosas boca abajo goteando sobre el felpudo, hasta que la señora secándose las manos en la pollera, acudía disimulando la agitación.
Solía acomodarse en el sillón de la sala, la mujer le traía el té y unos escons horneados para la ocasión. Él iniciaba relatos con voz chillona, repletos de las peripecias de la ruta y el transporte de animales.
Muy decidido, luego la fornicaba e insistía en pagarle antes de irse. La mujer se negaba, pero él, entendiendo que era un disimulo, dejaba el billete en la mesita de luz.
Una tarde el enano llegó trayendo a un mozalbete de su pueblo, grandote con aire de estúpido, quizá nunca había estado entre las piernas de una mujer.
El enano se sentó en el sillón berger de la sala y emitió unos consejos sobre la manera de hacer más rentable el oficio que suponía en la mujer. Había que combinar la rapidez en la prestación con la cantidad de clientes. Le hizo a la mujer una pregunta impertinente, secretamente ofensiva: "¿Cuántos clientes atiende usted por día?". El titubeo de la dama indicaría: "Ninguno, nunca".
El enano, al pagarle satisfacía únicamente su propia e íntima necesidad. Quizá ella lo amara, hasta lo esperaba (eso se advertía en la emoción con que recibía sus flores) y finalmente aceptaba su dinero porque intuyó que él no hubiera tolerado que una mujer "normal" lo quisiera. Eso le hubiera hecho insoportable su inferioridad.
Así, la crueldad que ostentaba en sus criterios y la agilidad para hacer circular los billetes que prestamente sacaba del bolsillo del pantalón, sumaban jerarquía a su estatura.
El enano le propuso entonces a la mujer que atendiera al mozalbete que, enorme desde el rincón, contemplaba boquiabierto el regalo que se le ofrecía.
A medida que la señora se negaba, el enano iba duplicando la oferta sacando otro billete del bolsillo y depositándolo sobre la mesita que tenía al lado del gran sillón que lo albergaba con las piernitas cruzadas.
Al final la mujer, por alguna debilidad de carácter, aceptó y se llevó al grandote a la pieza de arriba.
Después, mientras se retiraban, los acompañó hasta la puerta y le preguntó al enano sobre la frecuencia que tenía para visitar este pueblo, cuando él contestó (en verdad nunca se habían tuteado), ella dijo:
-Cuando regrese cuide de no pasar por acá. El muchacho puede venir cuando quiera, es un hombre cabal.
viernes, noviembre 07, 2008
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