miércoles, enero 09, 2008

Política y amistad (texto de Erick Vázquez)

Por desgracia, y contrariamente a lo que se suele creer
de la proverbial e independiente torre de marfil de los pensadores,
no existe ninguna otra capacidad humana tan vulnerable,
y de hecho es mucho más fácil actuar que pensar
bajo un régimen tiránico
.
Hanna Arendt.


Recién tengo un malestar casi imperceptible, como un zumbido en el fondo de las cosas que distorsiona la imagen antes nítida de un mundo que se presenta como lo que es: la conciencia política para un mexicano puede naturalmente presentarse como un constante vaivén entre la impotencia y la futilidad.

De entre las variadas posibilidades de relacionarse entre los humanos la amistad es un estado de excepción, que se distingue en todo del estado de excepción como medida de los poderes en turno para orquestar fines diversos a las garantías individuales. La amistad permite excepcionales condiciones de habla y escucha que convierten a los que intercambian palabras, que permite conversaciones donde se puede incluso disentir en materia política o religiosa y que hace la vida más soportable, incluso, tal vez, digna. Entonces, cuando la mañana del cuatro de enero escuché que Carmen Aristegui –probablemente la única en la que todavía se podía confiar un grado de credibilidad, de ética periodística- dejaba su programa de radio por “incompatibilidad editorial”, le llamé a una amiga con quien acostumbraba comentar el programa y juntos nos quejamos, comentamos cómo ha sucedido en prácticamente todas las revoluciones sociales y políticas de la historia que un régimen nuevo es aun más opresivo que el derrocado, que si podría hacerse algo, qué podría hacer un ciudadano regular como nosotros. Le llamé a otro amigo en busca de consuelo y me respondió que qué se le va hacer, que este mundo es de los cabrones y que así es esto y que ya ni modo.

En México, una marcha masiva ha demostrado ser tan influyente en el curso de los eventos como pensar que nada puede hacerse, tal vez porque ambas acciones o inacciones son en nuestra sociedad parte de una manera de no ser escuchado: el grito y la obediencia.

Suelo considerar que el pensamiento es apenas una sombra de existencia y dudar de las palabras puesto que la experiencia de la escritura las revela volátiles, ligeras, improbables. Frente a un hecho público que a todas luces es un acto de intolerancia, de un abuso del poder, pensé: ¿Qué puede hacer un ciudadano común? ¿Para qué escribir nada al respecto, qué pueden hacer las palabras en un sistema violento, múltiple, infalible? Entonces me di cuenta de las muchas veces que he escuchado argumentos idénticos en boca de quienes me son cercanos; esta manera de pensar es masivamente compartida, se piensa que la acción influyente es improbable, para qué mover un dedo si las probabilidades de que algo cambie son despreciables, pues los principios marcan las rutas, un árbol torcido ya no puede enderezarse. Pero nuestra naturaleza no es la botánica, ordenada, calculable, matemática en el sentido clásico, newtoniano del término: la nuestra son el azar y el accidente.

Considerar que los actos y las palabras nada cambiaran implica que se conocen las consecuencias de antemano, es decir, que la realidad es estable, inmutable, que nada la hará cambiar de curso. Cuántos filósofos, enamorados, teólogos medievales y modernos, cuántos alquimistas y especuladores de la bolsa no serían y hubiesen sido felices hasta el colmo si el curso del mundo fuera efectivamente predecible. Esta es una noción sumamente extravagante de la realidad, es aún más fantástica que la noción de la física moderna que considera que nada existe hasta el instante de su conocimiento. La ciencia moderna ha demostrado cabalmente cuán volátil es el estado de la materia y las configuraciones celestes, Arendt, en su estudio de la condición humana, es tajante al respecto: es absolutamente imposible predecir las consecuencias de las acciones. Es decir, que esta fórmula que considera que no vale la pena actuar ni hablar porque de todos modos nada cambiara y si lo hace será para confirmar lo que ya es, no obedece a la realidad de los hechos sino de las palabras. Esta es una versión de la realidad, seguramente no una entre otras en tanto es la dominante, pero una versión que definitivamente no es la única. No hay dominio sin obediencia.

¿Qué es la obediencia? La crítica de arte, mi campo habitual, es en México aún más escasa que el análisis político. Le preguntaba a una colega, bastante más experimentada que yo, a qué podía deberse el que además de ser contados los críticos de arte, de entre esos pocos la mayoría ni siquiera escriben crítica, sino reseñas descriptivas o poco comprometidas, limpias de toda opinión personal y de amor a la disidencia disciplinada que es después de todo la razón por la que alguien querría escribir crítica en primer lugar— me respondió que es una ocupación muy difícil, que había que documentarse mucho y visitar exposiciones y artistas constantemente, además de ser mal pagada. Pero estas son difícilmente razones para no elegir una actividad vital, los seres humanos rara vez eligen la vía fácil y aun más rara vez eligen la mejor, de otra manera nadie se enamoraría ni se casaría ni se dedicaría a la política. No conozco a nadie verdaderamente práctico. La razón debe ser otra. Los mexicanos solemos sorprendernos de la violencia con la que algunos extranjeros como los franceses o españoles discuten sus ideas, y ya nos parece presenciar la penosa ruptura de una amistad o de una pareja, y resulta que siguen cenando como si tal cosa; es cuestión de cultura, de sencilla costumbre. Nosotros optamos por tomarla personal y hacernos daño, preferimos dar un rodeo, callar. ¿Qué es la obediencia? Hay quien sospecha que es una vieja, muy vieja forma de la supervivencia, que México es un país que se constituyó callando, disimulando su rencor contra la fuerza brutalmente superior de una cultura ajena que violenta llegó del mar para destruir el orden cósmico de unos dioses que morirían dolorosamente, de la noche a la mañana. Y entonces, frente al amo temible e incomprensible, nos volvimos silentes, ladinos, perezosos.

La pereza, o más exactamente la hueva, es una posición muy complicada de explicar, de entender. Se distingue del ocio, porque el ocio es la suspensión de la labor o del trabajo para la industria intangible de las cosas del alma mediante las artes o el frescor de una conversación enriquecedora; se distingue de la flojera que consiste en reservar las energías del cuerpo para mejores o predilectas actividades; la hueva es algo bastante más complejo, y en nuestra lengua se concibió intraducible a otras para designar un fastidio, algo que disgusta profundamente, algo muy parecido a lo que los modernos llaman depresión y que los antiguos llamaron taedium vitae, tedio de vivir, algo que hace languidecer el cuerpo y el espíritu para protegerse de lo que se desea.

La corrupción dice que el fin justifica los medios, y en la sociedad moderna se siguen aún practicando los preceptos de la economía clásica que propone la productividad como valor supremo y desprecia las actividades en primera instancia no productivas; la sociedad mexicana es curiosamente fiel al principio de la productividad, se desprecia la acción improductiva y por lo tanto al preferir la inacción se es práctico y se participa de la pereza, se es huevón para no ser improductivo.

En los textos clásicos, en los textos de aquellos en quienes leemos las nociones fundamentales de lo que es o debiera ser el Estado, se encuentran en una rara familiaridad la ética, la amistad, y el ejercicio de la vida política. Cómo es que una se liga a otra para ser lo que son es en la práctica un misterio para mi, tal vez no es más que una intuición, un atisbo de ternura, de esperanza, pero un gendarme rápido viene a espantar esta posible asociación con el cargo de la ingenuidad. ¿Qué es la ingenuidad? En el contexto de la reflexión política mexicana es el ejercicio autoritario de esta ideología que aquí trato de entender. Lo característico de una ideología es que domina antes que nada al nivel del lenguaje, en lo íntimo del pensamiento, y la fuerza de un régimen se mide así: en cuánto permite o imposibilita pensar distinto. En la realidad mexicana en tanto concebida por la ideología dominante pensar que las cosas pueden ser de otro modo es ser ingenuo.

Pero cómo es que se concibió una noción tan extraña como ésta, un escritor de tragedias en la antigua Grecia se ruborizaría por este grado de inverosimilitud que una nación entera da por incuestionable; cómo es que una concepción de la realidad puede llegar a ser tan resistente; sobran las evidencias para demostrar que las consecuencias de los discursos y de las acciones son impredecibles e incontrolables. El que haya desaparecido un programa de radio como el de Carmen Aristegui, que esencialmente no es más que imagen acústica, de una existencia material tan escasa como dura el tiempo del sonido, es la prueba de que los discursos son peligrosos, que este uso de la voz ejercía un poder que amenazaba el estado de otro que se reputa indestructible.

El uso de la palabra para disentir o exhibir relaciones de poder, ya sea al nivel de los medios de comunicación, de un salón de clases, al nivel de una escena familiar o de pareja, está asociado al peligro, al riesgo de un estado de las cosas o de la propia vida. Los antecedentes justifican lastimosamente esta cautela. Pero también por la obediencia y el silencio se paga un precio. Tal vez mi cómodo estilo de vida hasta ahora no me autoriza a formular esta pregunta pero ya que la regla social y política que vivimos dice una cosa y hace otra puedo tomarme la libertad y preguntar con igual descaro: ¿Qué clase de vida es una sin riesgos? Puede ser que en las infinitas posibles circunstancias de la vida en la tierra haya existencias elementales para las de otros en las que se viva en una solazada contemplación, indiferencia poética y silenciosa, poblada de bellos instantes que asemejan la cualidad injustificada y ensimismada de la flor, pero aun la flor es activa y seduce, desvía del camino; en nuestro país esta es una pregunta retórica pues la respuesta es obvia: ante un hecho de intolerancia el silencio no es una opción, no podemos darnos ese lujo.

2 comentarios:

help[1].txt dijo...

¿Por donde iria la reflexion?;
Para mi es tan sencillo de entender como lo axiomatico que resulto el comentario de Woodrow Wilson:
"Un pais es poseido y dominado por el capital que en el se haya invertido"

Ahora que si las formas, que si nadie dice mucho, que la "costumbre" de no actuar por la vieja historia de negatitivas, etc. Bueno cada uno apedrea desde su trinchera.

Saludos

Anónimo dijo...

Si hablar fuera trabajar se diría pues que el silencio es la hueva, y que hay silencio por hueva de no hablar, de cierto modo es lógico que después de tu dosis de trabajo lo menos se que piensa un sujeto de la hegemonía del estado sea en respingar, bah recuérdese que algo que nunca a desaparecido de la raza Humana es la doctrina hedonista, ni hablar, tal vez de ahí lo inocuo de hacer coloquio con o para el amo, de igual forma estaría bien plantear una teoría del hedonismohegemoniaco del estado mexicano no crees?
samwizdiderotmail.com
Saludos