lunes, noviembre 13, 2006

La lengua ajena

El texto que usted leerá a continuación aborda cuestiones nodales del psicoanálisis que se despliega en lengua castellana o española. Zoraida J.Valcarcel nos transmite un estudio singular a la manera de Stefano Bucci, estudio que situa algunas interrogantes que los textos doctrinarios del psicoanálisis conllevan al llegar a nuestra lengua; llegan desde otras lenguas (alemán, inglés, francés) y lo hacen a través de un personaje y de sun función, ambas presentes por su ausencia, el traductor/ la traducción –sea quien sea: cuánto más ausente está, está más presente; cuando se cita, en castellano o español, una frase de tal o cual escrito de Freud, de Melanie Klein, de Anna Freud, de Jacques Lacan, se está haciendo una cita del traductor, es decir citamos una traducción, no citamos el texto del autor traducido, esto es una operación en cubierta. Esa operación si sus efectos no son objeto de estudio en la transmisión doctrinaria provoca un “síntoma” singular: queda ausente la lengua en que escribieron los autores citados –como si, p.e., Melanie Klein hubiese vivido y practicado en Buenos Aires- y, al mismo tiempo, queda excluida la lengua en que practica el psicoanálisis aquel que cita ¿ O no?

La lengua ajena.
(A la manera de Stefano Bucci, de acuerdo a Zoraida J. Valcárcel, autora del texto en castellano)

El norteamericano Jonathan Littell, que el lunes último ganó el Premio Goncourt, utiliza el francés como lengua de expresión literaria; en el siguiente artículo, Dominique Fernandez se pregunta qué llevó a tantos autores a adoptar ese idioma y analiza Les Bienveillantes, la polémica obra galardonada, que se mete en la piel de un nazi

El término "francofonía", en el sentido de "movimiento a favor de la lengua francesa en el mundo", sólo apareció hacia 1960. El vocablo se ha vuelto ora elogioso (felicitamos a quienes, sin ser franceses, usan nuestro idioma), ora peyorativo: Francia perpetúa una especie de neocolonialismo. En realidad, el idioma francés no pertenece a los franceses. Hasta podría decirse que no se reduce a la sintaxis y el vocabulario nacionales, dada su fenomenal aptitud para incorporar palabras extranjeras. Escuchemos a Anna Moï, una novelista vietnamita que escribe en francés, en su "Lettre d une francophone aux indigènes de France": "Francia es uno de los pocos países, si no el único, donde el idioma y la etimología dan pie a tantos coloquios y debates apasionados. ¡Tantos sedimentos contribuyeron a enriquecer el vocabulario! [...]

El francés no se contenta con integrar un glosario internacional: como idioma de transcripción, restituye la memoria universal por medio de una larga tradición enriquecida por eruditos y escribas. Ellos registraron la historia y la cultura de Francia y de Europa en general, así como las de territorios visitados por sus escritores viajeros y anexados por sus guerras. Las tradiciones de los pueblos de Vietnam (los vietnamitas y las minorías étnicas: bahnar, jarai, h mong, etc.) fueron descritas con mucha mayor amplitud en francés que en vietnamita". A partir del siglo XVI, [...] el italiano y el español invadieron al francés.

En 1635 se fundó la Academia Francesa, en parte, para resistir esta contaminación del idioma por los extranjerismos. Para depurarlo editando un diccionario y una gramática, establecer lo que llegaría a ser el francés clásico y eliminar la desviación hacia el barroquismo italiano y español. Desde entonces, en Francia, se libra un combate entre dos ambiciones contradictorias del francés: por un lado, la economía léxica y gramatical (Racine, Pascal, La Bruyère, Voltaire); por el otro, el enriquecimiento de esta lengua básica con aportes externos.

El primer intento de enriquecimiento fue el Diccionario universal de Antoine Furetière -acto de rebeldía de un académico contra el purismo de sus colegas- publicado en 1690, dos años después de la muerte de su autor. Incorporaba al francés vocablos tomados de técnicas y oficios, de la caza, la agricultura, la zoología, así como giros arcaicos, populares y proverbiales. Los defensores de la "pureza" se escandalizaron a tal punto que, en 1685, excluyeron a Furetière de la Academia Francesa. Esto no disuadió en absoluto a los extranjeros: siguieron adueñándose del francés y usándolo a su modo, o sea, en una forma enriquecedora e incorrecta. En el siglo XVIII hubo dos ejemplos espléndidos: el Manuscrito encontrado en Zaragoza , del polaco Jan Potocki, y, sobre todo, la Historia de mi vida , del veneciano Giacomo Casanova, una novela magnífica aderezada con sabrosos italianismos. La contraofensiva purista fue inmediata: el primer editor de Casanova le encargó a un profesor francés, Laforgue, que "limpiara" el manuscrito de sus descripciones demasiado subidas de tono y sus "errores" gramaticales. La versión auténtica -incorrecta, por cierto, pero de mayor valor literario- sólo se publicó en 1960. Este episodio fue una nueva muestra de la guerra entre puristas y amalgamadores. [...]

La guerra va más allá de los problemas del idioma: se extiende hasta el reino de la imaginación. En el siglo XIX, Alexandre Dumas utiliza el francés clásico, pero su técnica novelística no lo es. Dumas, nieto de una esclava negra de Santo Domingo, es el primer escritor "francófono", en el sentido moderno de la palabra. Elige el francés para escribir sus novelas, pero aporta a la novela francesa una dimensión lúdica y épica ajena a su tradición. La imaginación desbordada, la alegría, la vitalidad exuberante, la facundia inagotable, todo eso no le viene de su madre francesa, sino de su padre de tez morena: el general Dumas, hijo de esclava, descendiente de africanos llevados a América. [...]

El liceo y la universidad excluyen a Dumas de sus programas; nunca lo estudian, so pretexto de que es un simple entretenedor, un autor para adolescentes, cuando el fondo de la cuestión es otro: no lo perciben como alguien completamente francés. La atracción de los escritores extranjeros por el francés experimentó una aceleración fulminante en el siglo XX. El rumano Panaït Istrati, nacido en los confines entre Rumania y Moldavia, introduce en la novela francesa la libertad y el sabor de los narradores orientales, mientras que la rusa Irène Nemirovski le inyecta el encanto eslavo y el norteamericano Julien Green envuelve sus relatos en una atmósfera misteriosa. Los tres emplean un lenguaje pulido; los tres procuran introducirse furtivamente en la más pura tradición del francés. [...]

Después de la guerra, la francofonía adquiere un sentido más político. Al principio, reúne a escritores salidos de las antiguas colonias francesas (el Maghreb, el Africa Negra) y de territorios que siguieron siendo franceses (Martinica, Guadalupe). Simultáneamente con su acceso a la libertad, los africanos se inician en la escritura; utilizan el francés, pero para dar forma a su cultura. Lépold Sédar Senghor resumió esta paradoja en su célebre frase: "Escribo en francés, pero pienso en africano". Los escritores caribeños, mantenidos bajo el dominio político de Francia, echan mano a un recurso más drástico para manifestar su independencia. Siguen usando el francés, pero lo trufan con localismos, lo trituran y maltratan para diferenciarlo al máximo del francés de la metrópoli. Así reafirman su identidad. El ejemplo más brillante es Patrick Chamoiseau. En su novela Texaco , una anciana analfabeta narra un siglo y medio de historia de la Martinica, en un estilo épico y popular que entremezcla el francés y el criollo. [...]

Haití es un caso aparte. Hace dos siglos, la antigua colonia francesa de Santo Domingo se rebeló y en 1804 conquistó su independencia. Así pues, sus escritores no necesitaron forzar el idioma para señalar que no eran franceses. Por el contrario, se esmeraron por expresarse en una lengua pura, apenas salpicada de algún que otro criollismo. Su originalidad no radica en las distorsiones léxicas y gramaticales, sino en la fantasía de su imaginario. Y creo que aquí llegamos a lo más preciado de la francofonía: la expansión del universo afectivo y mental. [...]

Lo mismo cabría decir de los escritores que no son oriundos de países donde el francés se enseñaba y era el idioma oficial, sino de tierras en las que éste jamás penetró o lo hizo muy parcialmente. Ellos renuevan la literatura francesa por su concepción del mundo, ajena al modo de pensar francés, más que por su elaboración del idioma que, aunque notable, es mucho menos espectacular que la de los escritores africanos. Con posterioridad a 1945, un número relativamente alto de grandes escritores extranjeros -y me refiero a los muy grandes- eligieron el francés para expresarse. El irlandés Samuel Beckett escribía en inglés, pero luego, para sus obras maestras, se pasó al francés. Un francés parco, minimalista, áspero hasta la desnudez y terriblemente eficaz para traducir la desolada absurdidad de un universo sin esperanza. [...] ¿Por qué eligió el francés? ¿Fue acaso porque creyó que "distanciándose" de su lengua materna podría alcanzar mejor el núcleo ontológico de unas vidas reducidas al grado cero de la existencia? La respuesta es incierta.

En cambio, en otros escritores que trocaron su lengua materna por el francés, se capta mejor la causa de este viraje. Pienso en Héctor Bianciotti, nacido en la Argentina bajo la dictadura de Perón, de padres piamonteses que le prohibieron hablar en italiano, le impusieron el español y quisieron que se dedicara al pastoreo. Leyendo a Paul Valéry, el joven descubrió un tercer idioma que le ofrecía la posibilidad de evadirse. Se propuso llegar a ser un escritor francés y lo logró, con la dicha y el éxito conocidos. El francés se impondrá a otros escritores francófonos como un "idioma refugio", por razones inicialmente políticas. En 1975, el checo Milan Kundera, disidente bajo la dictadura comunista, se ve obligado a exiliarse. Se radica en Francia y comprueba que sus libros han sido pésimamente traducidos al francés. Adopta la nacionalidad francesa y decide escribir directamente en francés. Los primeros libros adolecen de una escritura bastante pobre. Después, adquiere el pleno dominio del idioma y, en 2003, publica La ignorancia , un hermoso libro, pero también una metáfora de los problemas en torno a la nacionalidad y la lengua materna. [...]

El ruso Andrei Makine es otro ejemplo de trasplante lingüístico. En 1987 desembarca en Francia huyendo de la Unión Soviética. Para consumar este alejamiento y desarraigo, escribe sus libros en francés. Los editores rechazan sus novelas; el Estado le niega la naturalización. Makine dice que sus obras son traducciones del ruso: así, tal vez lo tomen en serio. Como le piden que presente los originales, las traduce al ruso. Finalmente, cuando ya va por el cuarto libro publicado, puede revelar su secreto. Ese libro es El testamento francés , le vale el Premio Goncourt y, a remolque, la naturalización. Para este extranjero arrancado de su tierra por la violencia de la Historia, la segunda patria no ha sido Francia, sino su idioma, transmitido por su abuela francesa, Charlotte Lemonnier. [...]

¿Qué vinieron a hacer en Francia Héctor Bianciotti, Milan Kundera o Andrei Makine? En cierto modo, vinieron a tomar posesión de su herencia. Sólo el idioma francés pudo salvar en ellos el alma argentina, el alma checa, el alma rusa. Sin él, se habrían marchitado o se habrían visto constreñidos a guardar silencio en su pampa, sus bosques sombríos, su estepa helada. En Francia encontraron la luz, la calidez y la libertad necesarias para la creación. Fugitivos, errantes, sin domicilio fijo, se enriquecieron con un tesoro que había alimentado sus sueños, antes de nutrir su obra. Pero, al recibirlo de Francia, incrementaron ese tesoro y luego, lo devolvieron a los franceses considerablemente acrecido. El imaginario de los franceses se enriqueció con horizontes hasta entonces ignotos. Descubrieron las pampas americanas, los bosques de Europa Central y la estepa rusa. Sintieron cómo la fuerza inspiradora de los grandes espacios atravesaba y expandía hasta el infinito el territorio -un tanto estrecho, con excesiva frecuencia- de la novela francesa tradicional o experimental.

El último retoño de la francofonía, completamente inesperado, vino de Estados Unidos. El caso de Jonathan Littell no se explica, pues, por razones políticas ni por la necesidad de exiliarse. Este joven norteamericano escribió directamente en francés una novela de casi mil páginas sobre un tema a primera vista desconcertante: la autobiografía imaginaria de un oficial alemán de la Segunda Guerra Mundial, un nazi y encima miembro de la SS. La apuesta era enorme: meterse en la piel de un profesional del horror y relatar, desde su punto de vista, el exterminio de los judíos. El que ese tal Max Aue, doctorado en derecho, repita más de una vez "soy un hombre como usted" y "perdóneme, pero lo inhumano no existe", no debería llevarnos a la conclusión de que el autor intentó rehabilitar a los bárbaros. Sería un caso tan difícil de demostrar como el del film La caída , acusado por todas partes de presentar un Hitler más "humano". Littell escribió una novela, esto es, intentó presentar desde adentro lo que había podido pasar en la mente de un individuo que no era bestial, antes de convertirse en agente activo del Holocausto. Su protagonista es un hombre culto. En las campañas de Ucrania y Georgia, evoca a Chejov en Yalta y a Lermontov en el Cáucaso. Adora a Rameau, a quien interpreta en piano y coloca a la misma altura que Bach. En Berlín, conoce a Jünger. En París, a Rebatet y Brasillach, de quienes traza retratos muy acertados. Durante la debacle de la Wehrmacht , lee La educación sentimental en francés. Homosexual, el único motivo de su ingreso en la SS es evitar una condena por inmoralidad. Es valiente y lo demuestra en la batalla de Stalingrado. Con todo esto en su haber, participa en la matanza de judíos en Kiev, supervisa la organización de Auschwitz y, en forma incesante, quiere justificar sus actos. Es allí, en sus alegatos, donde no debemos olvidar que Littell procura restablecer la verdad interior y comprender las motivaciones de su personaje, sin asumirlas en lo más mínimo. Aue dice obsesionarse por lo Absoluto, largamente representado por Dios y, después, por la Nación, un concepto tan abstracto como la idea de Dios. Lo Absoluto ha encontrado, por fin, sus raíces. "El nacionalsocialismo alemán ha querido anclarlo en el Volk [pueblo, nación], una realidad histórica: el Volk es soberano y el Führer expresa, representa o encarna esta soberanía." Y prosigue su razonamiento: el verdugo de los campos de concentración, como hombre, al principio se horroriza de lo que hace; para llevar a cabo su obra con pleno conocimiento de causa, debe interiorizar la Ley que lo obliga a matar. Otra explicación del genocidio -que, por lo demás, no tiene "ninguna utilidad económica o política"- es que al establecer un vínculo entre quienes participan en él e impedirles definitivamente volver atrás, aglutina a Alemania en un inmenso sacrificio ritual. Estas frases escalofriantes suscitarán un debate que, a su vez, sólo será y se mantendrá honesto si ve en ellas los elementos de una psicología del nazi. Hay otros temas controversiales. El paralelo entre nazis y soviéticos: aquellos reservan para la raza el concepto de pureza que éstos aplican a la clase. La idea de que, de haber triunfado los alemanes, habrían pasado por criminales los rusos, y aun los norteamericanos y los ingleses. Pero yo no querría hacerles creer que las apostillas teóricas quitan fluidez e interés al relato. Abundan los episodios novelescos: por ejemplo, la muerte extraordinariamente digna del viejo sabio judío, un checheno, a quien los alemanes hacen cavar su tumba antes de fusilarlo. Como en toda gran novela, hay una imbricación de la vida pública y la privada que en ningún momento aburre al lector. Queda un interrogante: ¿por qué este joven norteamericano prefirió escribir su libro en francés, antes que en inglés? Dejemos a un lado los motivos personales que, por ahora, ignoramos. El francés, antiguo idioma universal, es tenido por el más analítico, racional y preciso de todos, fino y acerado como un escalpelo. ¿Habrá sido para Littell un medio de distanciarse de una realidad demasiado monstruosa para afrontarla en su lengua materna?

El héroe nazi de Jonathan Littell "Una venenosa flor del mal". Así definió Claude Lanzmann, el director de Shoah , el caso literario más resonante de la temporada literaria francesa . Les Bienveillantes ("Las benevolentes" o "Las Furias") de Jonathan Littell, primera novela del escritor norteamericano de 39 años, de origen judío-polaco, ya vendió trescientos mil ejemplares, antes de obtener el Premio Goncourt. Se trata de un volumen de 912 páginas, publicado por Gallimard, donde se narra el Holocausto por medio de las confesiones de un oficial de las SS (Max Aue), una reconstrucción bastante minuciosa del exterminio y de la transformación de un intelectual refinado en un técnico del horror. "Pensaba vender como mucho treinta mil ejemplares", dijo hace un tiempo el autor. En cambio, el libro se convirtió de repente en best seller y obtuvo el Goncourt, el más prestigioso de los premios franceses. El triunfo de Littell ha recibido objeciones de Lanzmann y de algunos críticos (pocos, de todos modos, en comparación con el generalizado coro de elogios), que definieron como "peligrosa" la idea de hacer de un nazi un héroe de novela, o que objetaron como ridícula cierta parte de la trama (el amor incestuoso del protagonista por las dos hermanas y el matricidio). Hubo un libro anterior de Littell, Bad Voltage , de 1989, relato cyberpunk), que escribió por encargo para ganar dinero. El novelista no lo considera parte de su obra que, en verdad, comienza con el éxito de Les Bienveillantes . Littel escribió esta novela en un año y medio, pero tuvo la idea de su libro cuando aún no había cumplido los veinticinco años. Durante un período bastante prolongado, el escritor se consagró a tareas humanitarias en distintas ciudades y países conflictivos del mundo. Estuvo, por ejemplo, en el sitio de Sarajevo y también en Asia Central, en el Cáucaso. Con frecuencia se le ha reprochado a Littel que el héroe de su narración sea un nazi. El autor explica el asunto con claridad: "Plantear la cuestión del genocidio es plantear la cuestión de los alemanes. Y las víctimas no sirven para aclarar por qué y cómo se produjo esa matanza. Por eso le di la palabra a un nazi". En la ceremonia de premiación del Goncourt, en París, Jonathan, hijo del periodista y escritor Robert Littell, no estaba. Su ausencia no dejó de desencadenar de inmediato conjeturas y rumores: "Nada de falta de respeto hacia el jurado", dijo el editor. "Jonathan está contento, pero para él la literatura no es nunca espectáculo". Por eso, Littell, se quedó en Barcelona, donde vive desde hace tiempo. Y, en apariencia, ni siquiera ha festejado el hecho de ser el primer norteamericano que ganó el Goncourt. Pero la ausencia, más o menos estudiada, en la mesa de entrega de la distinción ya sirvió para encender los intereses de posibles editores (lo único seguro hasta ahora es que Les Bienveillantes se publicará en los Estados Unidos en 2008 con el sello Harpers Collins y el título probable de The Kindly Ones . Por otra parte Littell, sabiamente, sólo concedió a Gallimard los derechos de la versión francesa y se reservó para sí los de todas las otras ediciones en otras lenguas.

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