viernes, junio 27, 2008

"La mujer barbuda" por Víctor Montoya, literato boliviano









Cuando clavé la mirada en las barbas luengas de esta mujer, retratada con gorro de tela fina, vestido medieval de cuello ancho y pecho descubierto, se me erizaron los vellos y se me agolpó una sarta de ideas asociadas a las mujeres que, entre anuncios de “pasen y vean aquello nunca visto en nuestras carpas”, eran exhibidas como “monstruos” en los espectáculos circenses.

La mujer barbuda, que responde al nombre de Magdalena Ventura, llegó a Nápoles procedente de Acumulo (región de los Abruzos). El duque de Alcalá, por entonces Virrey de Nápoles, impresionado por su aspecto de extremo hirsutismo, encargó a José Ribera inmortalizarla en una de sus pinturas en 1631. El pintor, consciente de haber encontrado el mejor motivo de su vida, echó mano a la paleta y los pinceles, y la retrató delante de su marido y junto al niño en pañales aupado en sus brazos. No se sabe con certeza si el niño era suyo, pero sí el dato de que esta mujer, según indica la inscripción pintada en el ángulo inferior izquierdo del cuadro, se dejó crecer la barba a los 37 años de edad. De seguro que desde entonces, al mirarse cada mañana ante el espejo, se llevaba las manos sobre el rostro y exclamaba: ¡Oh, madre mía! ¿Qué hice yo para merecer este castigo?

Esta pintura renacentista, que forma parte del Museo Tavera en Toledo, es una magnífica representación de la rareza humana, una obsesión compartida por los señores de las cortes y los pintores de gran maestría y talento, como fue el caso del “Españoleto” José Ribera, reconocido por su estilo basado en violentos contrastes de luz, un denso plasticismo de las formas, un gran detallismo y una propensión a la monumentalidad compositiva; virtudes que se aprecian en esta espeluznante pintura, donde la mujer barbuda, de frente amplia y mirada serena, tiene los bigotes al ras del labio y la barba crecida hasta el naciente de los senos. El niño de pecho, que yace en las manos robustas y velludas, parece rehuir con aversión instintiva el pezón de la mujer barbuda, cuyo esposo, retratado en segundo plano por disposición del artista, emerge de las sombras con el rostro demacrado, como quien, por imposición ajena a su voluntad, deja revelar el secreto íntimo de su amada.

Esta mujer barbuda, sin lugar a dudas, sufrió lo indecible en el fondo del alma y maldijo la hora en que fue concebida, como la célebre Olga Roderick, quien, a pesar de haberse casado tres veces y haber dado a luz a dos niños, acabó su vida en una empedernida bohemia, tras haber sido exhibida en circos y películas como una “monstruo incomparable”. Lo mismo sucedió con la mexicana Julia Pastrana, primero sometida a la indagación de los hombres de ciencia y luego a la curiosidad de un público que la tenía por fenómeno natural. Julia era de sentimientos nobles, pero hirsuta de pies a cabeza, un perfecto híbrido entre humano y orangután. No es casual que su uniceja, bigotes, patillas y barba, se hayan convertido en recursos rentables en manos de un empresario artístico que, además de contraer matrimonio con ella, la exhibió por medio mundo como a su peluda cónyuge, hasta que en 1859, estando de gira por Moscú, Julia Pastrana descubrió que estaba embarazada. El 20 de marzo de 1860 vino al mundo, por apenas 35 horas de vida, su único hijo varón. Ella murió al quinto día del parto. Al caer el telón tras el trágico final, los cadáveres, por ordenes expresas del esposo y apoderado, fueron momificados y rematados a la Universidad de Moscú.

La mujer barbuda, por lo menos hasta principios del siglo XX, se ganaba el pan diario en los circos ambulantes que iban de pueblo en pueblo, donde se la presentaba entre bombos y sonajas: ¡Venga usted, diviértase, admírese! Conozca las desgracias y las miserias de nuestros monstruos. Contemple usted a la auténtica, la genuina, la increíble mujer barbuda y, si se atreve usted, por un par de monedas más podrá tocarle la barba y conversar con ella. Observe usted no a la mujer sirena, no a la mujer más gorda. ¡No! Vea usted, con sus propios ojos, a la mujer barbuda. Sí señor, oyó usted bien, la mujer barbuda; aquélla que por una maldición divina que cayó sobre su madre, tuvo la desgracia de nacer como el orangután...

Así, al lado del contorsionista que tocaba el violín con el pie y el malabarista que hacía proezas sobre el lomo del caballo, estaba la mujer barbuda. Ella constituía la pieza clave de un circo clásico, con olor a boñiga de elefante y orín de tigre; ella encarnaba el horror, el suspenso y la monstruosidad; ella era la principal atracción del circo. Por eso el público, a la hora de enfrentarse al espectáculo estelar, se llevaba las manos sobre la boca y los ojos, mientras en la carpa se alzaban voces de admiración y espanto: “¡Ah!... ¡Oh!... ¡Uschh!..”.

Cada época imaginó sus propios monstruos. Las leyes de la naturaleza y la ciencia instauraron los límites más allá de los cuales el exceso desbordó en mostrar fenómenos naturales. Por eso la mujer barbuda, soportando una suerte de desprecio colectivo, pasó a simbolizar las deformidades, desviaciones, gigantismos, enanismos y otras anomalías. Su aspecto físico no sólo suscitaba escándalos y controversias, sino que fue incorporado a las representaciones y ficciones en las diversas artes, llegando incluso a conformar géneros literarios o cinematográficos que la tenían como figura central.

Durante la Inquisición, la mujer barbuda fue comparada con la bruja, de quien se decía que representaba las pasiones y los instintos reprimidos por el mundo masculino. Claro está, si era tan grande el desprecio, entonces es lógico deducir que esta mujer, retratada con impactante realismo por José Ribera, sufrió los miramientos de su entorno y las presiones sociales de su época, obligándola a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, donde el único que la miraba a la luz de las candelas era su legítimo marido, ese hombre que encontraba la magia de lo sensual en las zonas pilosas de su mujer, quien, desnuda sobre las pieles de la alcoba, era diferente a las muchachas que, a fuerza de pinzas, navajas y ceras, se depilaban el cuerpo hasta quedar peladas como las crías de una rata.

Una parte de la literatura inquisitorial retrató a la santa barbuda como un reflejo de misoginia. Las mujeres consideradas malignas estaban sintetizadas en la expresión: “demonio de mujer”. No pocos exploraron el personaje mítico de la mujer barbuda, como expresión del travestismo, para indicar “un doble no deseado para la mirada masculina”; más todavía, algunos señalan que la mujer “masculinizada” ocupó un espacio importante en la hagiografía cristiana, a través de la hembra disfrazada de hombre en conventos y mediante la adquisición de abundante pelo que neutralizaba el apetito sexual masculino.

La mujer barbuda, que en esta pintura provoca un vértigo entre lo real y lo imaginario, es un caso extremo de hirsutismo, un fenómeno natural que llama la atención de la mujer lampiña y provoca la envidia del hombre imberbe; de ese hombre que, desde los umbrales de su pubertad, abrigó el sueño de lucir una hermosa barba al estilo de Marx o Engels.

Por lo demás, el tema tabú del pelo en la mujer ha llegado a tal extremo que hoy es repugnante que alguien tenga zonas pilosas. Quien opine lo contrario debe abstenerse por temor a que lo tilden de perverso y asqueroso, así le fascinen las mujeres que ostentan abundante vello allí donde se los puso Dios.






viernes, junio 06, 2008

Seminario, El cuadro de la identificación: las mujeres barbudas



Seminario:

El cuadro de la identificación: Las mujeres barbudas*

*Alberto Sladogna, analista, un miembro de la Elp, sladogna@gmail.com

La identificación es un tema recurrente en la clínica doctrinaria del análisis debido a un hecho: el analizante se ocupa de él, lo presenta, lo muestra, lo cuestiona, lo interroga en el curso de una cura analítica. El analizante despliega esa labor, entre otras cuestiones, para encontrar vías que le permitan alojar un deseo que en ciertas situaciones las “identificaciones” obstaculizan. En particular cuando se trata del amor.

Freud subrayó con insistencia el componente amoroso y erótico de cada identificación e indicó que:” En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social”. La identificación es un mecanismo subjetivo de armado en relación con el Otro, con los otros, es decir, la identificación es social. Entonces, nos preguntamos y preguntamos ¿Cómo se produce esa articulación “individual” de lo social? Sabemos que hay identificaciones e identidades, ¿Cómo es que se llevan a cabo?

La identificación tiene varios componentes: un cuerpo, una imagen del cuerpo, un objeto y el campo de los otros – los padres, los tíos, los vecinos, las grandes figuras nacionales, etcétera- y además otro elemento, la incógnita del analista cuando se trata de un análisis.

Estudiaremos estos elementos desplegando una lectura clínica de la teoría: estudiar un cuadro –feliz expresión de Jean-Louis Sous; un cuadro que nos ofreció el literato boliviano Víctor Montoya: La mujer barbuda, Magdalena Ventura inmortalizada por el pintor José Ribera en 1631. Veremos los avatares de una mujer mexicana, Julia Pastrana, quien se paseo por el mundo como un “hibrido maravilloso”. El director Marco Ferreri se inspiró en Julia para realizar en 1964 “La donna scimmia” (presentada en castellano con el título de “Se acabó el negocio”), filme protagonizado por Ugo Tognazzi y Annie Girardot. Ello dio lugar a un género literario, circense, teatral y cinematográfico: freak, extraño, rarito, extravagante y/o estrafalario. El análisis, su cura y su objeto, el analista, suelen recibir el calificativo de extraños, de extravagantes, de raritos.

Se trata de estudiar cómo se construye el trazo del cuadro de la identificación para lo cual tendremos de nuestro lado, un seminario oral de Jacques Lacan, 1961/1962: La identificación, así como el despliegue singular de los trazos de otros dos cuadros, como se dice “un cuadro clínico”: se trata de Santa Ágata y Santa Lucia pintadas por Francisco de Zurbarán, pintor barroco español. Esos cuadro permiten estudiar una pareja erótica singular: el sacrificio del martirio y el martirio del sacrificio como prenda de amor, sea en su vertiente S/M, sea en el terreno de la amistad de la cura analítica que suele llamarse “amor de transferencia”. Amén de mostrar la caducidad de la asunción de la imagen en el estadio del espejo.

“GASTOS”: Cada asistente entregará una aportación económica de acuerdo a lo que considere.

Fecha: Sábado 21 de junio del 2008. Horario de 9,30 a 13,30hs y del 16,30 a 19,30 hs.

Lugar: Av. México # 194 Col. Hipódromo Condesa, México D.F. C.P. 06100 Tels. 55-53-03-13, 52-86-41-04.

Bibliografía: Estos textos están destinados a que las diversas intervenciones del público encuentren allí un apoyo

Judith Butler:

Lenguaje, poder e identidad, Biblioteca Nueva , Madrid, 2005

Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”, Paidos, 2005, el capítulo: El falo lesbiano y el imaginario morfológico

El grito de Antígona. El roure Editorial, Barcelona, 2001

Sigmund Freud:

La dinámica de la transferencia – 1912;

Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico -1912

Psicología de las masas y análisis del Yo, 1921 en particular, el capítulo: La identificación;



Jacques Lacan:

Escritos 1, Editorial Siglo XXI, 1975, artículos: “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”; “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada; Intervención sobre la transferencia”;

Escritos 2, Siglo XXI, 1974, articulo: Posición del inconsciente

Seminario oral 1961/1962, La identificación, en particular las sesiones del 20 de diciembre de 1961; sesión del 10 de enero de 1962;y la sesión del 27 de junio de 1962;

Seminario oral, 1962/1963, La angustia: sesión del 6 de marzo de 1963; sesión del 13 de marzo de 1963

Seminario oral 1975/1976, El Santhóma, sesión del 9 de marzo de 1976.

Clément Rosset, El objeto singular, Editorial Sextopiso, México, DF, 2007

Georges Roque, Qu’est-ce que l’art abstrait?, Folio Essais, Gallimard, 2003